Con tanto Garzón para arriba y para abajo en los medios, he tenido tiempo de reflexionar sobre el tratamiento dado a la dictadura pasados los años. Moviéndome por la red he detectado cierta corriente de pensamiento, ignoro si muy extendida, poco proclive a revolver el pasado en lo que atañe al franquismo y con una base argumental un tanto inquietante. Sus directrices giran en torno a la idea de que agitar determinados hechos pretéritos, reabrir las heridas lo llaman algunos, puede llevarnos a un estado de confrontación social muy poco deseable. Sin decirlo, quienes así hablan se están refiriendo a otra guerra civil. Quiero decir algunas cosas al respecto.
Primero situemos a los actores de este conflicto. La izquierda social y política es la que con más ahinco defiende recuperar la memoria histórica, reparar a las víctimas del franquismo y saldar cuentas con el dictador. En el otro extremo, la derecha social y política es la que suele blandir la postura opuesta: no hay que mirar al pasado, dejemos dormir a los muertos y cerremos este capítulo de nuestra historia. A grandes rasgos así quedarían definidas las dos posturas, a día de hoy, irreconciliables.
Entiendo hasta cierto punto el posicionamiento de la derecha. Mirar al pasado no es lo propio de sociedades modernas y a nadie le agrada rememorar los episodios dolorosos de la historia de un país. Suena a estancamiento, a negación del progreso, a un aferrarse a lo ya transcurrido con más fuerza que a lo que nos proyecta hacia el futuro. Hay que admitir que, aunque sea desde una óptica retórica, son argumentos que se observan poderosos.
Pero, ¿que implican? ¿Qué pagamos a cambio de comprar esa supuesta estabilidad social e institucional? Analicemos el axioma principal: agitar el pasado y reabrir las heridas puede llevarnos a un estado de confrontación social, aka guerra civil. Si lo releemos suena terrible. Nos están diciendo que poner sobre la mesa los horrores acaecidos durante casi 40 años de dictadura nos pone en riesgo de conflicto bélico. De tal modo, es lógico inferir que, en respuesta a la osadía que, en apariencia, supone cuestionar críticamente el régimen de Franco hasta esos niveles, hay quien podría tomar una iniciativa violenta, esencialmente un golpe de estado, para restablecer el orden. Y también sería razonable suponer entonces que ya tenemos personas con esa idea en la cabeza pululando por nuestro país. Una idea durmiente quizá, pero ocupando un hueco en su mente a la espera de una chispa que la active. ¿Es descabellado este razonamiento?
Si meternos en según que jardines implica el riesgo de consecuencias catastróficas, o lo que es lo mismo, si saldar cuentas con la dictadura nos puede conducir de nuevo a la guerra, esto solo puede significar que aquí todavía hay gente dispuesta a liarse a tiros en el momento en que cobre relevancia una concepción social y estatal diametralmente opuesta a la que defienden. De ahí entonces, no cabría más conclusión que aceptar que la única forma de vivir en [semi] paz en España para los no afectos al carnicerito de Ferrol es envainársela en lo relativo a Franco y sus cerca de cuatro décadas de extraordinaria placidez (Jaime Mayor Oreja dixit). Cerrar la boca ante todo aquello que estos entes consideren intocable y tragar arrobas de bilis, no sea que activemos algunos resortes demasiado delicados y todo vuelva a saltar por los aires.
Si esto es así, ¿lo podemos llamar vivir en democracia? Porque a mí me cuadra más llamarlo vivir bajo la coacción y la intimidación, aunque sean de baja intensidad. Una democracia cercenada y con la amenaza permanente sobre la libertad de sus ciudadanos, en el momento en que estos se pronuncien sobre lo que no deben, no es digna de tal nombre.
Vayamos más lejos ¿Es aplicable este discurso a ETA? ¿Hay, en consecuencia, que pasar la página del terrorismo etarra una vez que la banda desaparezca definitivamente? ¿Es lo que defiende la derecha más ultramontana? [inciso: si nos atenemos a la lógica ultraderechista, revisar el franquismo desde la perspectiva que se quiere hacer es, directamente, faltar a la verdad histórica]. Pero poniéndonos en los zapatos de alguien de derechas que reprueba la dictadura, que los hay, ¿cuántos habría que aceptaran esta analogía? ¿Cómo encajarían ver a Arnaldo Otegui recibiendo con fastos y festejos el cargo de Lehendakari? ¿Cómo se lo tomarían todos aquellos que aplaudieron la despedida final de Manuel Fraga, ex ministro del antiguo régimen, el Otegui del franquismo?
Yo creo que hay que pasar página en determinados aspectos, los menos truculentos quizá. A Fraga la democracia y sus actores le han tolerado, y él se integró plenamente, como pienso que asimilarían a Otegui con una ETA disuelta. Pero los crímenes de un régimen dictatorial siguen siendo crímenes, sus víctimas lo son tanto como las de ETA y solo desde la legitimación de la dictadura se puede negar este extremo. No hablo de buscar a nadie para meterlo entre rejas; únicamente de compensar a quien sufrió los rigores del terrorismo de estado franquista, aunque solo sea a efectos de reconocimiento moral, desde las instituciones de un país, su país, que se dice democrático. Si poner de manifesto el carácter opresor y tiránico del anterior régimen nos puede llevar a una nueva confrontación civil quizá no merezca la pena luchar por una democracia tan endeble y condicionada como ésta.
Esta subordinación, y así de claro hay que decirlo, existe por los lazos existentes entre el PP y el franquismo. Vínculos ideológicos, económicos y sociales que no quieren terminar de cortar. Sin el respaldo implícito a la causa franquista, y a veces explícito, del PP o de alguna de sus cabezas visibles, traducido en el rechazo sistemático a cualquier iniciativa que la objete (memoria histórica, retirada de estatuas, renombrado de calles...), el tema de la memoria histórica ya estaría más que superado. Pero probablemente ese es un debate que nunca plantearán por el riesgo de escisión interna que entrañaría dentro de su partido y por el daño que la posible dispersión de voto subsiguiente podría causarles. Su perenne obstruccionismo tiene motivos esencialmente partidistas y no se origina en modo alguno en una supuesta búsqueda del bien para España.
Primero situemos a los actores de este conflicto. La izquierda social y política es la que con más ahinco defiende recuperar la memoria histórica, reparar a las víctimas del franquismo y saldar cuentas con el dictador. En el otro extremo, la derecha social y política es la que suele blandir la postura opuesta: no hay que mirar al pasado, dejemos dormir a los muertos y cerremos este capítulo de nuestra historia. A grandes rasgos así quedarían definidas las dos posturas, a día de hoy, irreconciliables.
Entiendo hasta cierto punto el posicionamiento de la derecha. Mirar al pasado no es lo propio de sociedades modernas y a nadie le agrada rememorar los episodios dolorosos de la historia de un país. Suena a estancamiento, a negación del progreso, a un aferrarse a lo ya transcurrido con más fuerza que a lo que nos proyecta hacia el futuro. Hay que admitir que, aunque sea desde una óptica retórica, son argumentos que se observan poderosos.
Pero, ¿que implican? ¿Qué pagamos a cambio de comprar esa supuesta estabilidad social e institucional? Analicemos el axioma principal: agitar el pasado y reabrir las heridas puede llevarnos a un estado de confrontación social, aka guerra civil. Si lo releemos suena terrible. Nos están diciendo que poner sobre la mesa los horrores acaecidos durante casi 40 años de dictadura nos pone en riesgo de conflicto bélico. De tal modo, es lógico inferir que, en respuesta a la osadía que, en apariencia, supone cuestionar críticamente el régimen de Franco hasta esos niveles, hay quien podría tomar una iniciativa violenta, esencialmente un golpe de estado, para restablecer el orden. Y también sería razonable suponer entonces que ya tenemos personas con esa idea en la cabeza pululando por nuestro país. Una idea durmiente quizá, pero ocupando un hueco en su mente a la espera de una chispa que la active. ¿Es descabellado este razonamiento?
Si meternos en según que jardines implica el riesgo de consecuencias catastróficas, o lo que es lo mismo, si saldar cuentas con la dictadura nos puede conducir de nuevo a la guerra, esto solo puede significar que aquí todavía hay gente dispuesta a liarse a tiros en el momento en que cobre relevancia una concepción social y estatal diametralmente opuesta a la que defienden. De ahí entonces, no cabría más conclusión que aceptar que la única forma de vivir en [semi] paz en España para los no afectos al carnicerito de Ferrol es envainársela en lo relativo a Franco y sus cerca de cuatro décadas de extraordinaria placidez (Jaime Mayor Oreja dixit). Cerrar la boca ante todo aquello que estos entes consideren intocable y tragar arrobas de bilis, no sea que activemos algunos resortes demasiado delicados y todo vuelva a saltar por los aires.
Si esto es así, ¿lo podemos llamar vivir en democracia? Porque a mí me cuadra más llamarlo vivir bajo la coacción y la intimidación, aunque sean de baja intensidad. Una democracia cercenada y con la amenaza permanente sobre la libertad de sus ciudadanos, en el momento en que estos se pronuncien sobre lo que no deben, no es digna de tal nombre.
Vayamos más lejos ¿Es aplicable este discurso a ETA? ¿Hay, en consecuencia, que pasar la página del terrorismo etarra una vez que la banda desaparezca definitivamente? ¿Es lo que defiende la derecha más ultramontana? [inciso: si nos atenemos a la lógica ultraderechista, revisar el franquismo desde la perspectiva que se quiere hacer es, directamente, faltar a la verdad histórica]. Pero poniéndonos en los zapatos de alguien de derechas que reprueba la dictadura, que los hay, ¿cuántos habría que aceptaran esta analogía? ¿Cómo encajarían ver a Arnaldo Otegui recibiendo con fastos y festejos el cargo de Lehendakari? ¿Cómo se lo tomarían todos aquellos que aplaudieron la despedida final de Manuel Fraga, ex ministro del antiguo régimen, el Otegui del franquismo?
Yo creo que hay que pasar página en determinados aspectos, los menos truculentos quizá. A Fraga la democracia y sus actores le han tolerado, y él se integró plenamente, como pienso que asimilarían a Otegui con una ETA disuelta. Pero los crímenes de un régimen dictatorial siguen siendo crímenes, sus víctimas lo son tanto como las de ETA y solo desde la legitimación de la dictadura se puede negar este extremo. No hablo de buscar a nadie para meterlo entre rejas; únicamente de compensar a quien sufrió los rigores del terrorismo de estado franquista, aunque solo sea a efectos de reconocimiento moral, desde las instituciones de un país, su país, que se dice democrático. Si poner de manifesto el carácter opresor y tiránico del anterior régimen nos puede llevar a una nueva confrontación civil quizá no merezca la pena luchar por una democracia tan endeble y condicionada como ésta.
Esta subordinación, y así de claro hay que decirlo, existe por los lazos existentes entre el PP y el franquismo. Vínculos ideológicos, económicos y sociales que no quieren terminar de cortar. Sin el respaldo implícito a la causa franquista, y a veces explícito, del PP o de alguna de sus cabezas visibles, traducido en el rechazo sistemático a cualquier iniciativa que la objete (memoria histórica, retirada de estatuas, renombrado de calles...), el tema de la memoria histórica ya estaría más que superado. Pero probablemente ese es un debate que nunca plantearán por el riesgo de escisión interna que entrañaría dentro de su partido y por el daño que la posible dispersión de voto subsiguiente podría causarles. Su perenne obstruccionismo tiene motivos esencialmente partidistas y no se origina en modo alguno en una supuesta búsqueda del bien para España.