Ayer tuve el día tonto y me dio
por pensar. Y pensé en esos hijos
de puta que nos rodean, que
están ahí, cerca, disfrazados de ciudadanos corrientes y molientes, yendo a
trabajar y comprando en las tiendas, muchos de ellos en paro ahora, espero,
realizando sus tareas cotidianas igual que cualquier persona normal y llevando
sus vidas con la mayor de las naturalidades.
Pero no nos equivoquemos, son unos hijos de puta, y bajo esta fachada aparente
de serenidad ocultan una
faceta siniestra, inicua y perversa que solo sacan a relucir bajo
determinadas condiciones.
¿Qué les distingue como hijos de puta? Algo muy concreto: desean el mal ajeno. O, como poco, son indiferentes ante el sufrimiento del otro. ¿Y cómo se manifiesta esta expresión de vileza y maldad? En los últimos tiempos, de varias maneras. Por ejemplo, regodeándose de cuanta familia se queda sin casa producto de los desahucios por haber vivido "por encima de sus posibilidades"; o bien atacando a los parados que ven su prestación en peligro porque "no tienen ganas de trabajar"; o cargando las tintas sobre los funcionarios a los que les bajan el sueldo porque "son unos vagos que viven de por vida del Estado"; o vituperando a los trabajadores asalariados, a los que les recortan derechos hasta el hambre, por carecer de "espíritu emprendedor" y no establecerse por su cuenta; o dando pie a la reprobación popular de los jubilados por cobrar demasiada pensión, o de los inmigrantes por desangrar el sistema de prestaciones sociales sin cotizar a cambio.
Porque no hace tantos años la casta que ahora les sirve en bandeja de plata la cabeza de funcionarios, parados o asalariados, acompañada de sobrecitos de ketchup para ocultar el regusto a culpa, se jactaba de justo lo contrario. No hará ni quince años cuando los mismos que ahora estimulan el espíritu emprendedor, al tiempo que mantienen a España a la cola del mundo desarrollado en apertura de negocios, presumían de propiciar el empleo asalariado hasta alcanzar cifras históricas. Los mismitos que ahora emplean sin rubor la expresión "por encima de SUS posibilidades" reclamaban la admiración popular porque su gestión permitía que los ciudadanos pudieran pagar entonces los pisos de los que les desahucian hoy. Hablo de esa casta de gobernantes, la que se inhibió ante la llegada masiva de ilegales al calor del negocio inmobiliario que en su momento patrocinó, y que ahora se convierte en martillo del inmigrante.
El estado de cosas actual favorece la proliferación de esta especie particular de hijo de puta, amparado por una clase política que desde el poder consigue, a golpe de propaganda, legitimar conductas que estarían socialmente reprobadas en una sociedad sana y democráticamente avanzada. Sí, la intrínseca afinidad hacia el sistema imperante y los sujetos que mueven sus hilos es una cualidad esencial que adorna a esta especie hijoputil. La incondicionalidad con que se pliegan a sus dictados les hace temibles a la par que ridículos.
Y todo ello es recibido con pasmosa aquiescencia y sin rastro de desafección por parte del hijo de puta, que ve con naturalidad apartar la vista de los dramas humanos que hoy se producen, incluso con una mueca de desprecio y desagrado. Para estos ciudadanos el parado, el pensionista, el inmigrante ilegal o el mendigo no son consecuencias sistémicas: son los problemas que impiden al sistema funcionar debidamente. Por ello hay que darles cera hasta que caigan y, finalmente, desaparezcan.
¿Qué les distingue como hijos de puta? Algo muy concreto: desean el mal ajeno. O, como poco, son indiferentes ante el sufrimiento del otro. ¿Y cómo se manifiesta esta expresión de vileza y maldad? En los últimos tiempos, de varias maneras. Por ejemplo, regodeándose de cuanta familia se queda sin casa producto de los desahucios por haber vivido "por encima de sus posibilidades"; o bien atacando a los parados que ven su prestación en peligro porque "no tienen ganas de trabajar"; o cargando las tintas sobre los funcionarios a los que les bajan el sueldo porque "son unos vagos que viven de por vida del Estado"; o vituperando a los trabajadores asalariados, a los que les recortan derechos hasta el hambre, por carecer de "espíritu emprendedor" y no establecerse por su cuenta; o dando pie a la reprobación popular de los jubilados por cobrar demasiada pensión, o de los inmigrantes por desangrar el sistema de prestaciones sociales sin cotizar a cambio.
Y lo son porque, cuando el
discurso de sus líderes era distinto, esta falange ciudadana hacía expresión de vehemencia entusiasta hacia
idénticos entes e individuos. Porque aquellos a los que ahora desean ver hundidos hasta las cejas en el fango
eran sus antaño cooperadores necesarios, aunque involuntarios. Cooperadores de cara a que los
líderes de dicha falange, ante los cuales vive rendida y entregada, disfrutaran
de un minuto más en la poltrona.
Porque no hace tantos años la casta que ahora les sirve en bandeja de plata la cabeza de funcionarios, parados o asalariados, acompañada de sobrecitos de ketchup para ocultar el regusto a culpa, se jactaba de justo lo contrario. No hará ni quince años cuando los mismos que ahora estimulan el espíritu emprendedor, al tiempo que mantienen a España a la cola del mundo desarrollado en apertura de negocios, presumían de propiciar el empleo asalariado hasta alcanzar cifras históricas. Los mismitos que ahora emplean sin rubor la expresión "por encima de SUS posibilidades" reclamaban la admiración popular porque su gestión permitía que los ciudadanos pudieran pagar entonces los pisos de los que les desahucian hoy. Hablo de esa casta de gobernantes, la que se inhibió ante la llegada masiva de ilegales al calor del negocio inmobiliario que en su momento patrocinó, y que ahora se convierte en martillo del inmigrante.
El estado de cosas actual favorece la proliferación de esta especie particular de hijo de puta, amparado por una clase política que desde el poder consigue, a golpe de propaganda, legitimar conductas que estarían socialmente reprobadas en una sociedad sana y democráticamente avanzada. Sí, la intrínseca afinidad hacia el sistema imperante y los sujetos que mueven sus hilos es una cualidad esencial que adorna a esta especie hijoputil. La incondicionalidad con que se pliegan a sus dictados les hace temibles a la par que ridículos.
Y todo ello es recibido con pasmosa aquiescencia y sin rastro de desafección por parte del hijo de puta, que ve con naturalidad apartar la vista de los dramas humanos que hoy se producen, incluso con una mueca de desprecio y desagrado. Para estos ciudadanos el parado, el pensionista, el inmigrante ilegal o el mendigo no son consecuencias sistémicas: son los problemas que impiden al sistema funcionar debidamente. Por ello hay que darles cera hasta que caigan y, finalmente, desaparezcan.
¿Creen ustedes que exagero al
tildar a este tipo de sujetos tan explícita y ofensivamente? Piensen que no
estoy insultando a nadie en concreto, aunque a muchos al mismo tiempo. Todo depende del grado de alusión personal
que cada uno encuentre al leer este texto. Ya sabe, si hoy usted menosprecia
al sufriente, al desafortunado y al carente de privilegios cuando ayer le utilizaba
como vehículo para entronizar a sus caudillos particulares, entonces pierda
cuidado que no le estaré insultado. Llamándole
hijo de puta tan solo le estaré calificando.