Ayer sábado por la tarde fui testigo de un hecho que, bajo mi punto de vista, dice mucho del carácter de los ciudadanos que pueblan este país llamado España. Estaba yo de visita por un centro comercial cuando me topé con un teatro de guiñol para niños. Me detuve por motivos que no vienen al caso y me convertí en espectador durante un buen rato. Había dispuestas una filas de asientos que ya estaban ocupadas por críos, por lo general menores de diez años, que esperaban pacientemente el comienzo de la representación.
Finalmente, ésta empieza, y como suele suceder en teatrillos de este tipo los monigotes piden la implicación del público durante el transcurso de la función, de tal modo que los niños se van emocionando poco a poco.
Un niño sobreestimulado sin el control de sus padres es una bomba de relojería, así que imaginemos a una veintena. El caso es que, atraídos por el bullicio y oliendo la diversión, llegaron más niños que, al no haber sitios libres, se colocaron delante de la primera fila, apoyados sobre una valla que hacía de separación entre la chavalería y la caseta de marionetas, obstaculizando la visión de los que habían estado esperando. En pocos minutos, lo que empezó siendo una tranquila parroquia infantil se tornó en anarquía pura y dura. Palomitas y otros objetos, por fortuna poco contundentes, volaban hasta los guiñoles; los niños más cercanos a la caseta de representación intentaban atrapar las marionetas; los llegados en último lugar no dejaban ver a los que disciplinadamente habían esperado sentados en su silla. Ante el caos desatado, los propios actores tuvieron que pedir contención a los infantes y ayuda a sus acompañantes adultos, amenazando incluso con detener la función.
Entiendo que los niños son niños, y están en la edad de comportarse de ese modo pero, ¿y los padres?
A pesar de haber un buen número de padres presenciando el espectáculo, ninguno hizo lo más mínimo para controlar a sus hijos (si acaso, algún débil y patético intento que era sistemáticamente ignorado). Imaginemos la escena: niños que llegan los últimos para menoscabar el derecho de quien ha llegado primero y hace gala de buen comportamiento; que impiden a los actores el normal desarrollo de su tarea profesional; que convierten una actividad lúdica en un monumento al desorden donde la educación y el respeto brillan por su ausencia. ¿Y ningún padre es capaz de mover un solo dedo para corregir a sus retoños? ¿No pudieron demostrar algo de civismo? ¿A ninguno se le abrieron las carnes al observar como su hijo participa en la ley de la jungla preso de la euforia, sabedor de que no hay límites?
Dicen que los hijos son fiel reflejo de sus padres. Si esto es así, ya podemos irnos preparando con la generación que nos espera, porque la educación que reciban será impartida en gran medida por estos padres indolentes, carentes de sentido del civismo y a quienes el bien común parece importarles un bledo. En su casa podrán ser un modelo de autoridad, pero demuestran no haber educado a sus hijos en valores que les permitan participar de una actividad colectiva tales como la solidaridad, la colaboración, la empatía o la ayuda mutua. Tan simple como el "no le hagas a otro lo que no te gustaría que te hicieran a tí". Y esto, a estas edades, ya puede hacerse. Por lo visto, es más cómodo abdicar de la responsabilidad de enseñar a vivir en comunidad y ceder a la individualidad y a los beneficios inmediatos que proporciona.
¿Que ciudadanía se construye así, extrapolando a nuestra sociedad lo visto en el centro comercial? Pues que por un lado están los que, educados para avasallar por acción u omisión, avasallan al amparo del civismo ajeno y la permisividad de los poderes públicos; y por otro, los educados con arreglo a normas de convivencia, pero que ven como sus enseñanzas no sirven ante los avasalladores y que encima estos no reciben castigo ni reprimenda por serlo. Su conclusión podría ser, ¿para qué ser bueno y respetar las normas si hay quien las incumple gratis y además consigue antes lo que quiere?
Pues ese es, me da la impresión, el país que estamos construyendo.
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Los niños son niños pero a veces los padres son peores, he tenido que aguantar a niños sueltos en un bar con los padres apalancados a la barra pasando de ellos mientras sus hijos iban de mesa en mesa haciendo lo que les daba la gana (tirar las servilletas y palillos, comerse las tapas de la gente que alucinaba, subirse a las sillas a bailar) y los padres sencillamente les miraban y encima se reían.
ResponderEliminarO los niños de mi bloque que juegan al fútbol bajo el cartel que lo prohíbe mientras los padres están de palique (bueno, a veces incluso juegan con ellos, alucinante).
Creo que hay una generación de padres que en su infancia sufrieron un exceso de autoridad y que ahora se pasan de dejadez.
Estos son los padres que te montan un pollo como les llames la atención a sus hijos o de esos que pegan a los profesores.
Una imagen francamente alentadora.
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