Hace unos días me quedé sobrecogido al leer la siguiente noticia:
La verdad, me quedo paralizado ante sucesos de éste calibre. Puedo entender que tensiones de pareja deriven hacia odios furibundos. Puedo comprender que esos odios conduzcan a desear el peor de los males al otro. Puedo, con gran esfuerzo, saber interpretar las razones de quien llega a ejercer la violencia sobre el cónyuge en un entorno de pareja, sin que por ello me deje de parecer deleznable y perseguible tal actitud. Puedo incluso, empleandome con un brío supremo, colegir por qué alguien podría pensar en hacer daño a lo más querido de la persona a la que se desea dañar, que suele ser un hijo.
Muchas cosas son explicables en el mundo de la pareja: continuadas actitudes de menosprecio, falta de respeto, nula complicidad o aprovechamiento de situaciones ventajosas para uno de sus miembros son detonantes de inquina y rencores enfermizos que, dependiendo de los individuos, puedan acabar provocando una situación violenta que, repito, no por explicable ha de ser menos perseguida y castigada.
Pero lo que jamás llegaré a entender es que alguien, un padre, llegue a materializar el último supuesto cuando ese objeto del amor incondicional de la persona a la que pretende dañar es su propia hija, un bebé de tan solo año y medio. Me lleva a pensar en lo aterrador del grado de enfermedad que es capaz de alcanzar el cerebro humano, en la brutalidad que una persona es capaz de descargar sobre una criatura indefensa que además es carne de tu carne, en que no hay bestia en el reino animal, por feroz que sea, capaz de cometer un acto tan atroz e inhumano.
Hechos como éste me hacen perder la esperanza en la especie humana, me hacen dudar seriamente de si somos el pináculo de la evolución de todas las especies vivas de éste planeta. A veces pienso que sómos más un cáncer o un virus, y que nuestros actos hablan por nosotros lo suficiente como para merecer el exterminio como raza. Hay días en los que pienso que nos estamos buscando que el siguiente salto evolutivo nos sobrepase y dejemos de ser la especie dominante.
La pequeña ya ha fallecido. Su nombre ni siquiera ha trascendido a los medios, un último acto de inhumanidad en un mundo depredador que ni siquiera nos permite saber el nombre de las presas que devora. Valga ésta entrada como pequeño homenaje a una vida que merecía salir adelante, y cuyo único pecado fue ser inocente en un mundo plagado de culpables. Descanse en paz.
Un hombre dispara a su hija de 18 meses y luego se suicida
Un hombre de 32 años de origen dominicano y nacionalidad española ha disparado esta tarde en la cabeza a su hija de 18 meses, que se encuentra en estado crítico, y después se ha quitado la vida en el parque del Ocio de Torrejón de Ardoz (Madrid), han informado fuentes de Emergencias 112. Los hechos han sido presenciados por la madre del bebé.
La verdad, me quedo paralizado ante sucesos de éste calibre. Puedo entender que tensiones de pareja deriven hacia odios furibundos. Puedo comprender que esos odios conduzcan a desear el peor de los males al otro. Puedo, con gran esfuerzo, saber interpretar las razones de quien llega a ejercer la violencia sobre el cónyuge en un entorno de pareja, sin que por ello me deje de parecer deleznable y perseguible tal actitud. Puedo incluso, empleandome con un brío supremo, colegir por qué alguien podría pensar en hacer daño a lo más querido de la persona a la que se desea dañar, que suele ser un hijo.
Muchas cosas son explicables en el mundo de la pareja: continuadas actitudes de menosprecio, falta de respeto, nula complicidad o aprovechamiento de situaciones ventajosas para uno de sus miembros son detonantes de inquina y rencores enfermizos que, dependiendo de los individuos, puedan acabar provocando una situación violenta que, repito, no por explicable ha de ser menos perseguida y castigada.
Pero lo que jamás llegaré a entender es que alguien, un padre, llegue a materializar el último supuesto cuando ese objeto del amor incondicional de la persona a la que pretende dañar es su propia hija, un bebé de tan solo año y medio. Me lleva a pensar en lo aterrador del grado de enfermedad que es capaz de alcanzar el cerebro humano, en la brutalidad que una persona es capaz de descargar sobre una criatura indefensa que además es carne de tu carne, en que no hay bestia en el reino animal, por feroz que sea, capaz de cometer un acto tan atroz e inhumano.
Hechos como éste me hacen perder la esperanza en la especie humana, me hacen dudar seriamente de si somos el pináculo de la evolución de todas las especies vivas de éste planeta. A veces pienso que sómos más un cáncer o un virus, y que nuestros actos hablan por nosotros lo suficiente como para merecer el exterminio como raza. Hay días en los que pienso que nos estamos buscando que el siguiente salto evolutivo nos sobrepase y dejemos de ser la especie dominante.
La pequeña ya ha fallecido. Su nombre ni siquiera ha trascendido a los medios, un último acto de inhumanidad en un mundo depredador que ni siquiera nos permite saber el nombre de las presas que devora. Valga ésta entrada como pequeño homenaje a una vida que merecía salir adelante, y cuyo único pecado fue ser inocente en un mundo plagado de culpables. Descanse en paz.
Estoy contigo. No sé si el hecho de ser padre de niñas pequeñas te hace estar especialmente sensible con estos temas, pero yo también me siento enfermo cada vez que leo noticias de violencia contra niños indefensos. No son sólo noticias tristes, sino una muestra de la terrible depravación a la que puede llegar el ser humano. Deleznable.
ResponderEliminarSí Osqar, ser padre te sensibiliza mucho más ante hechos de éste calado, lo corroboro.
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