Hay algo que siempre me llama la atención de los antiescépticos, y es el modo en que tienen de darle la vuelta al calcetín a la hora de establecer los términos que definan a un escéptico. Por lo general, un antiescéptico es un creyente de algo, normalmente una religión, y si hay algo que se haya implantado en la sociedad por medio de la violencia, el miedo, la coacción y la represión a lo largo de los siglos han sido los principios religiosos.
Paradójicamente, en lugar de admitir con humildad que el análisis historico de las religiones nos da ese resultado (al menos en la tradición judeo-cristiano-islámica) y, desde esa perspectiva, tratar de mejorar y depurar el componente pernicioso de que envuelve su fe religiosa, lo que hacen los creyentes es proyectar hacia los escépticos los males que han padecido, y padecen, esas confesiones a la que tan entregados están. Ello me dice que en el fondo conocen el mal intrínseco que trae consigo la religión, o la creencia ciega en algo, pero aún así no están dispuestos a renunciar a ello, porque les llene un vacío, sientan una oculta necesidad de imponer a los demás sus preceptos,… por lo que sea.
De nada les sirve que se les repita machaconamente que la ciencia no es dogma, que los principios científicos se revisan, corrigen o desechan cuantas veces hace falta si son descubiertas pruebas de su falsedad. Y que el escepticismo no busca la imposición, sino la ausencia de ésta. Da igual, siempre habrá quien tenga tanta necesidad de una existencia sembrada de criterios impuestos (posiblemente, para evitar tener que tomar decisiones cruciales sobre su propia persona y vida) que ya no concibe otra manera de vivir.
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